¡CUANDO ME ENAMORÉ, TE PUSE EN PRIMER
LUGAR!
Es importante darnos cuenta de que la "sabiduría" que
viene del Señor, nos ayuda a manejar toda nuestra vida, sin excepción. Nos
proporciona discernimiento, claridad de pensamiento. Qué rico poder decir:
¡tomé la mejor decisión!; hablé y mis palabras fueron escuchadas, razonadas.
Corregí con el amor de Dios y pude educar. En la empresa donde trabajo, no sólo
me dediqué a hacer lo requerido, sino que pude servir, servir al que
necesitó un consejo, una palabra de aliento o tan solo un abrazo. Y en mi entorno:
familia, amigos, colegas, clientes, pude entender que hay prioridades, unas,
eso sí, más inmediatas que otras, como el hogar, el esposo, la esposa, el hijo
que necesita de nuestro tiempo, del amor de los padres. Así de sencillo:
mientras más tiempo pasemos en la presencia del Señor, siendo transformados por
su amor, más grande, fuerte y sabio será lo que podamos dar y compartir a
nuestros hijos.
Sentir también que actuamos
con verdad, transparencia e integridad; con esa verdad que solo se encuentra a
través de la persona que hace la voluntad de Nuestro Señor y deja a un lado su
propia voluntad, porque aquel que es terco y obstinado, es pobre en sabiduría y
no puede reconocer, ni temer a un Ser Supremo. En pocas palabras, la sabiduría
divina trae éxito al hombre y lo capacita para aprender de las experiencias. “La
sabiduría que viene de arriba es, ante todo, recta y pacífica; capaz de comprender
a los demás y de aceptarlos; está llena de indulgencia y produce buenas obras” (Santiago
3 Versículos 17-18).
Hoy les quiero confesar algo: cada día me enamoro más de ese Ser
Supremo, de todo lo que me enseña, de ese amor que se manifiesta en cada
momento, de esa misericordia que no se hace esperar, que está lista para quien
la necesita. Cada día puedo entenderlo más, me hacen falta sus palabras, verlo,
sentirlo, hablar con él. Mi corazón desea obedecerle y servirle. Lo
siento en cada eucaristía y lo escucho en cada oración. Todo lo que viene de
Nuestro Señor es rico, es dulce, es paz. Solo a través del amor de Dios podemos
cambiar nuestro corazón, hacerlo mejor. Las cosas, con un amor verdadero, saben
diferente; se ven y huelen diferente; son mejores. “Engrandezcan conmigo
al Señor y ensalcemos, a una, su nombre. Busqué al Señor y me dio una respuesta
y me libró de todos mis temores. Mírenlo a Él y serán iluminados, y no tendrán
más cara de frustrados. Este pobre gritó y el Señor lo escuchó, y lo salvó de
todas sus angustias” (Salmo 34).
El amor de Dios No es un amor efímero; llena el
corazón, lo ensancha, lo engrandece. Lo purifica como el amor de una madre,
como el amor de la Virgen María, colmada de ternura, comprensión,
paciencia, piedad y justicia. Mi invitación es a que le dediquemos
tiempo a ese ser amado. No basta con decir que tenemos una relación directa con
él. Debemos, por lo menos, ir a su casa. ¿No te sientes feliz cuando visitas a
tu enamorado (o enamorada) en su hogar y compartes con él (o ella) una cena? Lo
mismo pasa con el Señor, cuando vamos a su templo, cuando comemos su
carne y su sangre en la Eucaristía, para alimentar el alma, aumentar la fe y
poder sentirlo. También pasa cuando nos alimentamos de su palabra y la
ponemos en práctica en la cotidianidad, en nuestra forma de actuar. Sólo cuando
experimentamos que Dios es un ser vivo en nosotros, podemos realmente reconocer
su grandeza. Así dice el Señor: ¡Maldito el hombre que confía en el
hombre, maldito el que se apoya en su propia fuerza y aparta su corazón del
Señor! (Jeremías, 17 ver.5).