domingo, 22 de septiembre de 2013


¡CUANDO ME ENAMORÉ, TE PUSE EN PRIMER LUGAR!


Es importante darnos cuenta de que la "sabiduría" que viene del Señor, nos ayuda a manejar toda nuestra vida, sin excepción. Nos proporciona discernimiento, claridad de pensamiento. Qué rico poder decir: ¡tomé la mejor decisión!; hablé y mis palabras fueron escuchadas, razonadas. Corregí con el amor de Dios y pude educar. En la empresa donde trabajo, no sólo me dediqué a hacer lo requerido,  sino que pude servir, servir al que necesitó un consejo, una palabra de aliento o tan solo un abrazo. Y en mi entorno: familia, amigos, colegas, clientes, pude entender que hay prioridades, unas, eso sí, más inmediatas que otras, como el hogar, el esposo, la esposa, el hijo que necesita de nuestro tiempo, del amor de los padres. Así de sencillo: mientras más tiempo pasemos en la presencia del Señor, siendo transformados por su amor, más grande, fuerte y sabio será lo que podamos dar y compartir a nuestros hijos.


Sentir también que actuamos con verdad, transparencia e integridad; con esa verdad que solo se encuentra a través de la persona que hace la voluntad de Nuestro Señor y deja a un lado su propia voluntad, porque aquel que es terco y obstinado, es pobre en sabiduría y no puede reconocer, ni temer a un Ser Supremo. En pocas palabras, la sabiduría divina trae éxito al hombre y lo capacita para aprender de las experiencias. “La sabiduría que viene de arriba es, ante todo, recta y pacífica; capaz de comprender a los demás y de aceptarlos; está llena de indulgencia y produce buenas obras” (Santiago 3 Versículos 17-18).

Hoy les quiero confesar algo: cada día me enamoro más de ese Ser Supremo, de todo lo que me enseña, de ese amor que se manifiesta en cada momento, de esa misericordia que no se hace esperar, que está lista para quien la necesita. Cada día puedo entenderlo más, me hacen falta sus palabras, verlo, sentirlo, hablar con él. Mi corazón desea obedecerle y servirle. Lo siento en cada eucaristía y lo escucho en cada oración. Todo lo que viene de Nuestro Señor es rico, es dulce, es paz. Solo a través del amor de Dios podemos cambiar nuestro corazón, hacerlo mejor. Las cosas, con un amor verdadero, saben diferente; se ven y huelen diferente; son mejores. “Engrandezcan conmigo al Señor y ensalcemos, a una, su nombre. Busqué al Señor y me dio una respuesta y me libró de todos mis temores. Mírenlo a Él y serán iluminados, y no tendrán más cara de frustrados. Este pobre gritó y el Señor lo escuchó, y lo salvó de todas sus angustias” (Salmo 34).

El amor de Dios No es un amor efímero; llena el corazón, lo ensancha, lo engrandece. Lo purifica como el amor de una madre, como el amor de la Virgen María, colmada de ternura, comprensión, paciencia,  piedad y justicia. Mi invitación  es a que le dediquemos tiempo a ese ser amado. No basta con decir que tenemos una relación directa con él. Debemos, por lo menos, ir a su casa. ¿No te sientes feliz cuando visitas a tu enamorado (o enamorada) en su hogar y compartes con él (o ella) una cena? Lo mismo pasa con el Señor, cuando vamos a su templo, cuando comemos  su carne y su sangre en la Eucaristía, para alimentar el alma, aumentar la fe y poder sentirlo. También pasa cuando nos alimentamos  de su palabra y la ponemos en práctica en la cotidianidad, en nuestra forma de actuar. Sólo cuando experimentamos que Dios es un ser vivo en nosotros, podemos realmente reconocer su grandeza. Así dice el Señor: ¡Maldito el hombre que confía en el hombre, maldito el que se apoya en su propia fuerza y aparta su corazón del Señor! (Jeremías, 17 ver.5).







martes, 3 de septiembre de 2013


DAME EL MÁS GRANDE DE TUS TESOROS: ¡ TÚ SABIDURIA!


 En la reflexión anterior sobre el orgullo y la soberbia, me encontré después con una frase hermosa: “El Señor se derrite, se enamora del humilde, pero se resiste al soberbio”. Y luego, lo confirmé en la Sagrada Escritura “Mientras más grande seas, más debes humillarte; así obtendrás la benevolencia del Señor. Porque si hay alguien realmente poderoso, ése es el Señor, y los humildes son los que lo honran”. (Eclesiástico, Siracides 3 Vs17-20). Podría detenerme y escribir mucho sobre el tema; vanidad de vanidades, no vivamos de la vanidad de este mundo; lo material, los títulos, el dinero, la fama, no nos hacen más que los otros.Tampoco nos llevamos esto colgado a nuestra espalda cuando llega la muerte, nos vamos como venimos a este mundo, sin nada. Ante Nuestro Señor, todos somos iguales.
Somos seres dependientes, es verdad, pero de alguien superior, necesitamos la sabiduría de Dios, y ésta solo se obtiene, cuando realmente le entregamos nuestro corazón al todo poderoso. Hace algunos años empecé a leer sobre la sabiduría divina, pero sólo hasta que viví una experiencia fuerte en mi vida, donde me quitaron todas mis seguridades, logré comprobar lo que significaba. En ese entonces, a través de una gran decepción y un profundo dolor, sentí  la soledad y la oscuridad de la naturaleza humana. Pude levantarme sólo porque encontré a Nuestro Señor frente a frente, cara a cara, de corazón a corazón y en un lugar muy especial; en un templo, en la adoración al Santísimo Sacramento (Jesús consagrado en la Eucaristía). Y, allí, le clamé a gritos que me diera sabiduría para entender, para comprender lo que estaba viviendo, para asimilar su plan en mi vida, le pedí que me diera fuerza y razones para poder levantarme. Poco a poco, con perseverancia, paciencia, oración, fe, humildad y un corazón contrito, él me respondió.
No voy a decir que es fácil, ni que todos debemos sufrir para poder obtener la sabiduría divina, claro que no, sólo es necesario entender lo que significa seguir el camino del Señor. Debemos despojarnos de todo lo que nos ata, del pecado, porque quien no ha pecado?. También, es importante, dejar de hacer nuestra voluntad. Muchas veces decimos y nos sentimos los más piadosos, los más íntegros, pero por ninguna razón permitimos que Dios se interponga en nuestras vidas, en nuestras decisiones, en nuestro actuar. Queremos evadir la realidad y  acomodar las situaciones a nuestro parecer, creyendo que es la verdad absoluta, para justificar nuestras faltas, nuestros errores. Tenemos ojos ciegos y oídos sordos a lo que nos dice el Señor a través de las escrituras, en la eucaristía, en la fidelidad de los sacramentos, o en muchas partes. Casi siempre, razonamos con la sabiduría humana.
Comprendí, que cuando profesamos una fe, en mi caso la fe católica, debemos  “Obedecer a Dios”, en todo sentido, obedecerlo en sus designios, en su palabra, en su doctrina y es fundamental además, ser coherentes con esa obediencia en todos los aspectos de nuestra vida. No olvidemos que la sabiduría es un don, es una luz que se recibe de lo alto, es la raíz de un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado por la caridad, gracias al cual el alma adquiere  familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas.Se debe pedir entonces la sabiduría al Señor, si se la pedimos, él nos la dará. Pero, no olvidemos algo muy importante, tener un corazón dispuesto, un corazón limpio, para poder "recibirla".
 
¿Deseas la sabiduría? Cumple los mandamientos y el Señor te la concederá generosamente. Pues el temor del Señor es sabiduría y doctrina, lo que le agrada es la fidelidad y la dulzura. No te apartes del temor del Señor, acércate a él con un corazón íntegro. (Eclesiástico, Siracides 1 Vs26-28).