jueves, 28 de noviembre de 2013


 SEÑOR DE SEÑORES, AQUEL QUE MI VIDA CAMBIÓ...


Sobre el tema del perdón se acabarían las palabras para seguir escribiendo, pero sobre todo tiene que acabarse nuestro orgullo, soberbia y prepotencia  para ponerlo en práctica. No es tan sencillo, especialmente cuando no podemos aceptar el sufrimiento que nos causan los demás, porque tampoco se trata de ser pasivos. Muchas veces es necesario salir al paso de aquella persona cuya conducta nos hace sufrir para ayudarle a darse cuenta y corregirse. Otras veces, es necesario reaccionar con firmeza contra ciertas situaciones injustas y protegernos-o proteger a los demás, como nuestros hijos, por ejemplo-de comportamientos destructivos, de personas que desean hacernos daño, ya sea de palabra o de acción.

Sin embargo, siempre quedará cierta parte de sufrimiento que procede de nuestro entorno y que no seremos capaces de corregir y evitar, sino que debemos   aceptar con una actitud de esperanza y de perdón. Sólo a través del amor y de la ayuda de Dios, reitero, seremos capaces de perdonar las ofensas más grandes o lo delitos más atroces que un ser humano pueda causar a otro o a los demás. Así dice el Señor a través de su palabra: “Pónganse, pues, el vestido que conviene a los elegidos de Dios, sus santos muy queridos: la compasión tierna, la bondad, la humildad, la mansedumbre, la paciencia. Sopórtense y perdónense unos a otros si uno tiene motivo de queja contra otro. Como el Señor los perdonó, a su vez hagan ustedes lo mismo”. (Colosenses Cap. 1. Vers. 12-13).

El domingo pasado la Iglesia Católica celebró la fiesta de Cristo Rey y yo me preguntaba, escuchando la homilía, ¿realmente Cristo es el rey de mi vida, es Él el que gobierna mi corazón o quién es? Y, yo misma me respondía: “Sí, un día tomé la decisión de abrir mi corazón y permitir que Nuestro Señor, gobernara mi existencia”. Desde ese instante mi vida cambió. Y no por esto soy Santa Doris, ni mucho menos, soy tan pecadora como  cualquiera de las personas que lee estas reflexiones, no por esto soy más que los demás, no por esto tengo el derecho de juzgar o hacer mal al otro. Todo lo contrario, desde el momento en que le dije “SI” a ese Ser Supremo, inicié un trabajo espiritual arduo. Porque podemos engañar al prójimo, qué no es lo correcto, pero a Dios, nunca se engaña. Cuando abrimos esa puerta, Él Señor empieza a habitar dentro de nosotros, está allí las 24 horas del día, no debemos buscarlo afuera, está moldeándonos, trabajando en nosotros se hace dueño de nuestro corazón. Recordemos que el Reino de los cielos es para aquellos que ponen su confianza en el amor de Dios y no en las cosas materiales.

Con este, SÍ, iniciamos un compromiso de fidelidad  con Dios, y no tenemos ni idea  en lo que nos comprometimos, esta virtud es exigente, esa es su grandeza, lo mismo pasa con la perseverancia, no hay otro camino para salvarnos, es decir para encontrarnos a sí mismos, porque la perseverancia todo lo alcanza. El llamado es a perseverar a pesar de la prueba, de las calumnias, de las tentaciones, de las dificultades y ante todo lo que se presente que pueda quebrantar nuestra fe. Jesús dijo: "El que se mantenga firme hasta el fin se salvará". (Mateo 24, 13).

Hoy voy a terminar esta reflexión, con un cuento que le encanta a mi hijo y que me parece que puede ilustrar un poco cuando me refiero a la perseverancia y a la fidelidad en lo que creemos y profesamos:” Dos ranas se cayeron en una tina de leche. Una era optimista y la otra pesimista. Patinaban y patinaban tratando de salir de aquella tina pero era en vano ya que resbalaban por las paredes de la tina y volvían a caer en la tina con leche .Después de muchos esfuerzos por tratar de salir de su precaria situación la rana negativa se da por vencida y dijo: Adiós mundo cruel y se fue al fondo de la tina donde se ahogó. La positiva lejos de darse por vencida siguió pataleando y pataleando y de pronto dio un salto y salió de la tina. De tanto patalear había convertido la leche en mantequilla”.

La impotencia en la prueba y la prueba de la impotencia: libertad de creer, de esperar, de amar, de intentarlo. Muchas veces lo que para el hombre es imposible, a los ojos de Nuestro Señor, todo es POSIBLE…



domingo, 17 de noviembre de 2013


LA HERMOSA LIBERTAD, QUE ME REGALÓ EL” PERDÓN”


Durante varios días me quedé reflexionando acerca del perdón, de la grandeza de esta palabra, de esta decisión y todo lo que trae consigo. Además de lo que acontece en nuestras vidas cuando perdonamos, cuando pedimos perdón  y lo que es mejor ; cuando no actuamos con rencor sino que olvidamos las pequeñas o las grandes ofensas, sin importar el dolor que nos hayan causado, y el mal que haya podido provocar; una acción, una palabra, una determinación. “El que venga experimentará la venganza del Señor: él le tomará rigurosa cuenta de todos sus pecados. Perdona a tú prójimo el daño que te ha hecho, así cuando tú lo pidas, te serán perdonados tus pecados”. (Siracides Cap. 28 Ver.1-3).

Todo radica en nuestro corazón, en la forma en que amemos, si amamos a nuestra manera seguimos siendo prisioneros de nosotros mismos, es decir con nuestros pensamientos humanos y racionales, con nuestros afanes e intereses personales. Pero si tenemos en nuestro corazón el amor de Dios, ese amor que podemos dar a nuestro prójimo, este será un amor puro, paciente, servicial y sin envidia. Y es que el amor del Señor, el que podemos albergar y practicar con los que nos rodean, no actúa con bajeza, ni busca su propio interés, no se deja llevar por la ira, sino que olvida las ofensas y perdona; nunca se alegra de la injusticia y siempre le agrada la verdad. El verdadero amor todo lo cree, todo lo disculpa, todo lo espera y todo lo soporta.

Si no entendemos la importancia del perdón y no la integramos en nuestra convivencia con los demás, nunca alcanzaremos nuestra libertad, me refiero a la más importante, a la” libertad interior” y permaneceremos siempre prisioneros de nuestros propios recuerdos, rencores y atados al pasado. Cuando nos negamos a perdonar algo de lo que hemos sido víctimas, no hacemos más que añadir mal sobre el mal, sin resolver nada. “No devuelvan a nadie mal por mal, y que todos  puedan apreciar sus buenas disposiciones. Hermanos, no se tomen la justicia por su cuenta, dejen que sea Dios quien castigue, como dice la Escritura: Mía es la venganza, yo daré lo que se merece, dice el Señor. No te dejes vencer por el mal, más bien derrota  al mal con el bien”. (Romanos Cap. 12 Vs17, 19,21).

Hace algunos días, una amiga, a raíz de una situación dolorosa con su pareja, me manifestaba lo difícil que era para ella poder perdonar a ese ser que amaba por una falta cometida.Y es que, humanamente no es fácil, primero que todo debemos ponernos en manos del especialista para poder sanarnos, o sea,  pedir la ayuda de Nuestro Señor para que nos inunde de su compasión, de su infinito amor y por supuesto que disponga nuestro corazón, que lo ablande, para que la razón no prime, sino que prime la misericordia.

Debemos tener claro que perdonar no es avalar el mal, ni aceptarlo, ni pretender que es justo lo que no es. Perdonar significa: a pesar de que esta persona me ha hecho daño, yo no quiero condenarla, ni juzgarla, ni tomar la justicia por mi mano. Sino que hago mi parte y dejo a Dios, el único que escudriña las entrañas y los corazones, para que Él juzgue y haga justicia. Esta tarea sólo le corresponde a ese Ser Supremo, no a nosotros. Es más, no debemos reducir a quien nos ha ofendido a un juicio definitivo e inapelable, sino que miro a ese ser con ojos de esperanza, creo que algo en él (ella),puede cambiar y continúo queriendo su bien. “Sed misericordiosos como nuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida buena, apretada, colmada, rebosante echarán en vuestro regazo; porque con la medida que midáis seréis medidos vosotros”. (Lucas Cap. 6 Vers. 36-38).

Lo más importante, es darnos cuenta que cuando perdonamos a alguien, hacemos un bien a esa persona, pues la liberamos de una deuda. Pero ante todo, nos hacemos un bien a nosotros mismos, a nuestro cuerpo, a nuestra mente, a nuestro corazón, a nuestro espíritu. Con esta acción, recobramos lo más grande; recobramos nuestra” libertad interior” aquella que nos arrebató el rencor, el resentimiento, el dolor. Cuando perdonamos nos sentimos más livianos, más alegres, con una paz infinita. Definitivamente, el amor no pasa cuentas de cobro, todo lo contrario, salda las cuentas pendientes y nos “libera”.¡ Gracias Señor!