¡Gracias Señor por lo que
me has permitido vivir, por haber logrado que volviera mis ojos hacia ti!....
Inicio mi reflexión con estas palabras de alabanza y reconocimiento al Padre,
al creador, no ha sido fácil, lo admito, pero ha sido infinitamente maravilloso
poderte encontrar en medio del sufrimiento. Sí, es paradójico, porque hay
dolor, pero a la vez alegría y una paz infinita, sin límites, un gozo
inimaginable.
Cuando
acepté al Señor en mi vida, en mi historia, en mi realidad, empecé a ver
la luz, la luz de la conciencia, la luz del arrepentimiento, la luz de la cruz
y del reconocer mis pecados. Se despertó en mí, la necesidad de hablar con el
Señor, de recurrir al Sacramento de la Reconciliación y de la Eucaristía de
manera regular y empezar a liberarme. Inicié también un proceso de sanación
interior, de perdón conmigo misma, de perdón con mi esposo, de perdón con mi
historia, con mi pasado, con aquellos seres humanos que me maltrataron
consciente e inconscientemente, y a los que yo también hice daño, con
familiares y amigos. “Yo
te amo, Señor, mi fuerza. Él es mi roca y mi fortaleza, es mi libertador y es
mi Dios, es la roca que me da seguridad; es mi escudo y me da la victoria” (Salmo 18, 2,3).
Yo no
entendía la dureza de mi corazón, es más ni si quiera la percibía. Todo lo
contrario, me ufanaba de tener un corazón lindo, bueno, noble, el mejor de
todos. Solo hasta que pude detenerme en mi interior empecé a conocerlo. Y, es
que abrir el corazón especialmente a Dios no es sencillo, estamos llenos de
muchas cosas, de bacterias en nuestro ser que nos atan y nos esclavizan, que no
nos dejan ser realmente libres. El diario vivir nos apabulla en medio del
mundo, de las cosas que creemos más urgentes y necesarias. Y peor aún, cuando
decidimos cerrar la puerta de la Fe, trancarla y colocar un candando inmenso
ante ese Don divino, es allí donde inicia nuestra oscuridad. Donde pretendemos
con nuestro razonamiento entender a Dios y vivirlo. Es aquí donde la brecha de
lo humano y lo divino se divide.
.
Y es que,
al Señor, se le conoce en lo sencillo, en el respeto y amor al prójimo, en la
caridad de nuestros actos, en la responsabilidad y fidelidad con nuestras
libres decisiones. En el silencio, en la humildad, en trabajar para que ese
corazón de piedra se transforme en un corazón de carne. Y esto, solo se logra
con la Fe, la que permite navegar mar adentro de nuestro espíritu, de nuestra
alma, la que accede a creer sin ver, la que llena todos los espacios, todas las
adversidades, la que abre la puerta a un nuevo camino, a una nueva vida, a la
esperanza, al amor, al auténtico y verdadero; el amor del Padre Celestial. ¡Así amó Dios al mundo!”
Le dio al Hijo Único, para que quien cree en él no se pierda, sino que tenga
vida eterna. Dios no envió al Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para
que se salve el mundo gracias a él”. (Juan
Cap. 3, vers.16-17).
En el
momento de escribir este blog, estamos iniciando la Semana Santa, y viene a mi
memoria con el versículo citado anteriormente, imágenes de la Pasión de Jesús y
todo lo que soportó por amor a nosotros, no puedo evitar las lágrimas; dio
tanto, sufrió tanto, que me hace sentir pequeña, insignificante ante tan
inmenso sacrificio. Me cuestiona mi fragilidad, mi pobreza y dureza de corazón
para amarlo, alabarlo, postrarme a sus pies, honrar su nombre, entender su
palabra, vivir plenamente su doctrina. Que ignorancia tan grande. Si tuviéramos
un poquito de sabiduría para entender de lo que nos estamos perdiendo. Es un
regalo maravilloso encontrar a Dios, entregarle nuestro ser, reemplaza
cualquier cosa, cualquier afecto, cualquier filosofía humana, psicología o auto
superación. Con el amor de Dios no es necesario mendigar otro amor, ni buscar
algo más. Es tan inmenso y tan perfecto, que llena toda nuestra existencia.
“Quiero
que la gente te vea a ti, Jesús, no a mí”, enfatizó, el actor
estadounidense Jim Caviezel, cuando habló sobre su conversión al realizar
la película del director y productor, Mel Gibson, “La Pasíon de Cristo”.
(Ver testimonio en You Tube inglés y español). Caviezel, relata como Dios tocó
y habló a su corazón y pudo sentir el sufrimiento de Jesús en toda su
dimensión. Si, y así debe ser, tenemos que llegar a sentir a Jesús en
nuestra vida, en todo momento, en cualquier lugar y circunstancia.
Pero
debemos despojarnos de muchas cosas del mundo para poder lograrlo. Si no
dedicamos ni siquiera unos momentos para hacer oración, para tener ese
encuentro personal con Dios, con la Virgen María, es casi imposible. Sino
frecuentamos los Sacramentos, leemos, entendemos su palabra y la ponemos en
práctica, es casi imposible, sino participamos de su pan y de su sangre, no se
logra. Pero, si tampoco nos humillamos ante Él, bajamos la cabeza y nos hacemos
pequeños aplastando la soberbia, será imposible tener ese encuentro. Toca
además llegar al silencio, para poder escucharlo. Silencio en nuestro exterior
y en nuestro interior. De otra forma es imposible descubrirlo, reconocerlo y
amarlo.
No te
pierdas esta gran oportunidad. Simplemente es tomar la decisión, de repente es
la decisión más importante de nuestra vida… ¡TE AMO SEÑOR!
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