jueves, 5 de noviembre de 2015



Señor, hoy decidí que quiero ser ¡Santa!


Nunca imaginé que algún día de mi vida diría esto con tanta seguridad, pero llegó el momento. Y llegó cuando lo puede entender, asimilar y comprender: que si deseo llegar y disfrutar de la vida eterna, debo tener una vida santa aquí en la tierra. Nunca es tarde para intentarlo, para empezar, para hacer un alto en el camino y revisar nuestra existencia, nuestra esencia, en una palabra. Para escudriñar en lo más profundo de nuestro ser y encontrar lo que realmente somos, lo que queremos y debemos cambiar, y por supuesto la meta que nos gustaría alcanzar. Mi meta es alcanzar la Santidad.

Terminó el mes de octubre y entró noviembre con la celebración del día de todos los Santos, esto me motivo a tomar la decisión. Escuchando las Homilías durante la Eucaristía, y leyendo al respecto, varios sacerdotes coincidieron en lo mismo e insistieron: “Santos podemos ser todos, la gente común y corriente, la de carne y hueso, la que tiene virtudes pero también tiene errores”, ¿entonces cuál es la llave para alcanzar esta meta? No es tan complejo, como todo lo que nos proponemos en la vida, se trata simplemente de tomar la decisión, prepararnos para lograrlo, para el trabajo duro, la lucha diaria, para perseverar y poder así llegar al final…Ganar el Cielo.

Debemos entender que los Santos no son seres de otra galaxia. De repente se nos viene a la cabeza lo que nos contaban nuestros abuelos: que los Santos eran mártires que dieron su vida por una causa, esto es verdad. O que solo pueden alcanzar la Santidad los sacerdotes o las hermanas consagradas; esto no es verdad. También cualquiera de nosotros como laicos puede lograrlo. Reitero, personas con cualidades, defectos o problemas pueden serlo, la diferencia es que un día tomaron en serio seguir a Jesús y vivir a fondo las virtudes de la Fe, la Esperanza y la Caridad.

¿En nuestra vida diaria cómo se traduce? No es convertirse en víctima, aburrido, fanático, heroico o milagroso. Se trata simplemente de ser un enamorado de Dios… pero perdidamente. El amor primero nos debilita pero luego nos fortalece. Ya que el amor auténtico se construye dentro de nuestras debilidades, y estas debilidades son el combustible para construir nuestra Santidad.

 Así nos lo ratifica el Apóstol Pablo al escribir la segunda carta a los Corintios: “Pero me dijo: te basta mi gracia, mi mayor fuerza se manifiesta en la debilidad. Con mucho gusto, pues me preciaré de mis debilidades, para que me cubra la fuerza de Cristo. Por eso acepto con gusto lo que me toca sufrir por Cristo: enfermedades, humillaciones, necesidades, persecuciones y angustias. Pues si me siento débil, entonces es cuando soy fuerte.” (2 Corintios Cap. 12 vers. 9-10).

Debemos ir al manantial del amor, al amor puro, auténtico, perfecto, al amor de Nuestro Señor. Porque si no nos llenamos de ese amor, ¿cómo podemos amarnos a nosotros mismos? y ¿cómo podemos entonces amar a Dios con toda nuestras fuerzas, nuestro ser y con todo el corazón? Y ¿cómo podemos amar entonces a los demás?.

Para ser Santos debemos morir y resucitar todos los días. Morir al rencor, al odio, al egoísmo, a la pereza, a la lujuria, a las acciones que incomodan nuestra recta conciencia, morir al orgullo, también a la vanidad, a la avaricia, a la mentira, al pecado, mejor dicho morir a todo lo que nos aparta de Dios. Y, nacer todos los días como hombres nuevos, renovados, limpios de conciencia, puros de corazón.

Es importante acudir a la Virgen María para que a través de ella podamos ver a Jesús, conocerlo, para que nos acerque más a Él. Descubrir en María la Santidad, la pureza, la humildad de corazón, todas esas virtudes que nos hacen ser justos,  con una vida transparente, con sabiduría humana pero también Divina para actuar con rectitud, para vencer todos los días el pecado, las tentaciones. La Santidad  es el centro de nuestra relación con Dios y la fuerza la sacamos de nuestra Fe. ¡Con esa vida de Fe podemos volver, la Fe viva!.

Debemos formarnos, aprender de nuestra Iglesia Católica, el significado de los Sacramentos. Por ejemplo, saber que no son solo rituales sino que actúan y marcan nuestra vida con una Gracia especial. Entender y vivir la Sagrada Eucaristía, donde podemos experimentar ese encuentro perfecto con Jesús, comer su cuerpo y beber su sangre, para alimentar nuestro espíritu. Es el Dios mismo quien se revela en cada Misa, en cada Evangelio. Nos fortalece, nos brinda su infinito amor.

Confesarnos con regularidad. Que bendición, que alegría poder barrer la casa (nuestra conciencia) y limpiarla con regularidad. Que paz y tranquilidad que da una buena confesión. Si logramos ser conscientes de este Sacramento para lograr la Santidad, estaremos acercándonos cada vez más a la meta.

¡Asaltar Sagrarios! como dicen…es simplemente visitar con frecuencia a Jesús Sacramentado. Gran regalo. Poder hallarlo cara a cara en la Custodia. Tener ese momento de corazón a corazón. Donde no hay escapatoria, donde no hay nada oculto, donde le entregamos nuestras cargas, nuestros pensamientos, nuestro corazón y Él nos entrega su amor, su misericordia y por supuesto su paz. Ir y contemplar al Santísimo siempre, a diario; si es posible.

Y qué decir del Espíritu Santo, que nos ayuda a ser Santos, a sostener esa vida moral basada en los designios de un Ser Supremo. ¿Cómo? A través de sus dones: Porque cuando somos bautizados recibimos el Espíritu Santo y por ende sus siete dones: Don de la Ciencia; nos permite acceder al conocimiento. Don de Consejo, aconsejar a los otros en el momento necesario conforme a la voluntad de Dios. Don de Fortaleza, ayuda  a la perseverancia, es una fuerza sobrenatural. Don de Inteligencia, nos lleva al camino de la contemplación, camino para acercarse a Dios. Don de Piedad, el corazón del cristiano no debe ser ni frío ni indiferente. Don de la Sabiduría, nos permite apreciar lo que vemos, lo que presentimos que viene de Dios. Don de Temor, este don nos salva del orgullo y nos hace entender que lo debemos todo a la misericordia de Dios.

Además, cuando permitimos y pedimos al Espíritu Santo que habite en nosotros, que permanezca en nuestra  vida, en nuestras acciones y decisiones, estos Dones van permitiendo que los frutos aparezcan en nuestro interior forjándonos ese camino para lograr la Santidad. Estos frutos son: La caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad.

Debemos entender, aprender y hacer la Voluntad de nuestro Señor. Seguir sus designios que se resumen en el amor, el perdón y la misericordia. Pero sobre todo en el amor, amar sin esperar, amar de tal manera que podamos algún día reflejar en nuestra vida las Bienaventuranzas: “Felices los que tienen el espíritu del pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Felices los que lloran porque recibirán consuelo. Felices los paciente porque recibirán la tierra en herencia. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los compasivos, porque obtendrán misericordia. Felices los de corazón limpio porque verán a Dios
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Felices los que trabajan por la paz, porque serán reconocidos como hijos de Dios. Felices los que son perseguidos por causa del bien porque de ellos es el Reino de los Cielos. Felices ustedes, cuando por causa mía los insulten, los persigan y les levantes toda clase de calumnias. Alégrense y muéstrese contentos porque será grande la recompensa que recibirán en el cielo. Pues bien saben que así persiguieron a los profetas que vinieron antes de ustedes.”(Mateo Cap. 5,vers.3-12).

Cuando esto nos pase, cuando se cumplan en nosotros, podremos mirar al cielo y exclamar: ¡por fin… alcancé la Santidad!