Señor, hoy decidí que quiero ser ¡Santa!
Nunca imaginé que algún
día de mi vida diría esto con tanta seguridad, pero llegó el momento. Y llegó
cuando lo puede entender, asimilar y comprender: que si deseo llegar y
disfrutar de la vida eterna, debo tener una vida santa aquí en la tierra. Nunca
es tarde para intentarlo, para empezar, para hacer un alto en el camino y
revisar nuestra existencia, nuestra esencia, en una palabra. Para escudriñar en
lo más profundo de nuestro ser y encontrar lo que realmente somos, lo que
queremos y debemos cambiar, y por supuesto la meta que nos gustaría alcanzar.
Mi meta es alcanzar la Santidad.
Terminó el mes de octubre
y entró noviembre con la celebración del día de todos los Santos, esto me
motivo a tomar la decisión. Escuchando las Homilías durante la Eucaristía, y
leyendo al respecto, varios sacerdotes coincidieron en lo mismo e insistieron: “Santos
podemos ser todos, la gente común y corriente, la de carne y hueso, la que
tiene virtudes pero también tiene errores”, ¿entonces cuál es la llave para
alcanzar esta meta? No es tan complejo, como todo lo que nos proponemos en la
vida, se trata simplemente de tomar la decisión, prepararnos para lograrlo,
para el trabajo duro, la lucha diaria, para perseverar y poder así llegar al
final…Ganar el Cielo.
Debemos entender que los Santos
no son seres de otra galaxia. De repente se nos viene a la cabeza lo que nos
contaban nuestros abuelos: que los Santos eran mártires que dieron su vida por
una causa, esto es verdad. O que solo pueden alcanzar la Santidad los
sacerdotes o las hermanas consagradas; esto no es verdad. También cualquiera de
nosotros como laicos puede lograrlo. Reitero, personas con cualidades, defectos
o problemas pueden serlo, la diferencia es que un día tomaron en serio seguir a
Jesús y vivir a fondo las virtudes de la Fe, la Esperanza y la Caridad.
¿En nuestra vida diaria cómo
se traduce? No es convertirse en víctima, aburrido, fanático, heroico o milagroso.
Se trata simplemente de ser un enamorado de Dios… pero perdidamente. El amor
primero nos debilita pero luego nos fortalece. Ya que el amor auténtico se
construye dentro de nuestras debilidades, y estas debilidades son el
combustible para construir nuestra Santidad.
Así nos lo ratifica el Apóstol Pablo al
escribir la segunda carta a los Corintios: “Pero me dijo: te basta mi gracia, mi mayor
fuerza se manifiesta en la debilidad. Con mucho gusto, pues me preciaré de mis
debilidades, para que me cubra la fuerza de Cristo. Por eso acepto con gusto lo
que me toca sufrir por Cristo: enfermedades, humillaciones, necesidades,
persecuciones y angustias. Pues si me siento débil, entonces es cuando soy
fuerte.” (2 Corintios Cap. 12 vers. 9-10).
Debemos ir al manantial
del amor, al amor puro, auténtico, perfecto, al amor de Nuestro Señor. Porque
si no nos llenamos de ese amor, ¿cómo podemos amarnos a nosotros mismos? y
¿cómo podemos entonces amar a Dios con toda nuestras fuerzas, nuestro ser y con
todo el corazón? Y ¿cómo podemos amar entonces a los demás?.
Para ser Santos debemos
morir y resucitar todos los días. Morir al rencor, al odio, al egoísmo, a la
pereza, a la lujuria, a las acciones que incomodan nuestra recta conciencia,
morir al orgullo, también a la vanidad, a la avaricia, a la mentira, al pecado,
mejor dicho morir a todo lo que nos aparta de Dios. Y, nacer todos los días
como hombres nuevos, renovados, limpios de conciencia, puros de corazón.
Es importante acudir a la
Virgen María para que a través de ella podamos ver a Jesús, conocerlo, para que
nos acerque más a Él. Descubrir en María la Santidad, la pureza, la humildad de
corazón, todas esas virtudes que nos hacen ser justos, con una vida transparente, con sabiduría
humana pero también Divina para actuar con rectitud, para vencer todos los días
el pecado, las tentaciones. La Santidad
es el centro de nuestra relación con Dios y la fuerza la sacamos de
nuestra Fe. ¡Con esa vida de Fe podemos volver, la Fe viva!.
Confesarnos con
regularidad. Que bendición, que alegría poder barrer la casa (nuestra
conciencia) y limpiarla con regularidad. Que paz y tranquilidad que da una
buena confesión. Si logramos ser conscientes de este Sacramento para lograr la
Santidad, estaremos acercándonos cada vez más a la meta.
¡Asaltar Sagrarios! como
dicen…es simplemente visitar con frecuencia a Jesús Sacramentado. Gran regalo.
Poder hallarlo cara a cara en la Custodia. Tener ese momento de corazón a
corazón. Donde no hay escapatoria, donde no hay nada oculto, donde le
entregamos nuestras cargas, nuestros pensamientos, nuestro corazón y Él nos
entrega su amor, su misericordia y por supuesto su paz. Ir y contemplar al
Santísimo siempre, a diario; si es posible.
Y qué decir del Espíritu
Santo, que nos ayuda a ser Santos, a sostener esa vida moral basada en los
designios de un Ser Supremo. ¿Cómo? A través de sus dones: Porque cuando somos
bautizados recibimos el Espíritu Santo y por ende sus siete dones: Don
de la Ciencia; nos permite acceder al conocimiento. Don
de Consejo, aconsejar a los otros en el momento necesario conforme
a la voluntad de Dios. Don de Fortaleza, ayuda a la perseverancia, es una fuerza sobrenatural.
Don
de Inteligencia, nos lleva al camino de la contemplación, camino para
acercarse a Dios. Don de Piedad, el corazón del cristiano no debe ser ni frío ni
indiferente. Don de la Sabiduría, nos permite apreciar lo que vemos, lo que
presentimos que viene de Dios. Don de Temor, este don nos salva del
orgullo y nos hace entender que lo debemos todo a la misericordia de Dios.
Además, cuando permitimos
y pedimos al Espíritu Santo que habite en nosotros, que permanezca en nuestra vida, en nuestras acciones y decisiones, estos
Dones van permitiendo que los frutos aparezcan en nuestro interior forjándonos ese
camino para lograr la Santidad. Estos frutos son: La caridad, gozo, paz,
paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia,
continencia y castidad.
Debemos entender, aprender
y hacer la Voluntad de nuestro Señor. Seguir sus designios que se resumen en el
amor, el perdón y la misericordia. Pero sobre todo en el amor, amar sin
esperar, amar de tal manera que podamos algún día reflejar en nuestra vida las
Bienaventuranzas: “Felices los que tienen
el espíritu del pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Felices los
que lloran porque recibirán consuelo. Felices los paciente porque recibirán la
tierra en herencia. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque
serán saciados. Felices los compasivos, porque obtendrán misericordia. Felices
los de corazón limpio porque verán a Dios
.
Felices los que trabajan por la paz, porque
serán reconocidos como hijos de Dios. Felices los que son perseguidos por causa
del bien porque de ellos es el Reino de los Cielos. Felices ustedes, cuando por
causa mía los insulten, los persigan y les levantes toda clase de calumnias.
Alégrense y muéstrese contentos porque será grande la recompensa que recibirán
en el cielo. Pues bien saben que así persiguieron a los profetas que vinieron
antes de ustedes.”(Mateo Cap. 5,vers.3-12).
Cuando esto nos pase, cuando se cumplan en
nosotros, podremos mirar al cielo y exclamar: ¡por fin… alcancé la Santidad!
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