martes, 7 de octubre de 2014



DAME UN CORAZÓN  HUMILDE PARA  AMARTE



Solo cuando me postré ante Ti puede entender que es la única forma de amarte. Solo así te conozco más, te pienso más. Estás allí, al lado mío, te siento en mi corazón. Sé que no son momentos fáciles, soy frágil y veo que me muestras en cada acción, en cada palabra, en cada suceso; tu grandeza Señor. De la humildad nace el Amor, y quizá el verdadero Amor. La humildad me cuesta, como nos cuesta a todos los seres humanos. Por esta razón quise escribir hoy sobre este tema. Porque no ha sido fácil asimilarlo y porque encontré un verdadero camino, o más bien, el único Camino que nos lleva a conocer a Dios: ¡Ser y sentirnos cada vez más pequeños para que el Señor sea cada vez más grande! En nuestra existencia esa es la clave.

La humildad es una virtud. Esta palabra proviene del latín: humilitas, que significa  abajarse; y según la definición del Catecismo Católico, la Humildad se puntualiza como la virtud moral por la que el hombre reconoce que de sí mismo solo tiene la nada y el pecado. Todo es un Don de Dios, de quien todos dependemos y a quien se debe toda la gloria. El hombre humilde no aspira a la grandeza personal que el mundo admira porque ha descubierto que ser hijo de Dios es un valor superior. Va tras otros tesoros. No está en competencia. Se ve a sí mismo y al prójimo ante Dios. Es así libre para estimar y dedicarse al Amor y al servicio, sin desviarse en juicios que no le pertenecen.

Solo los pobres y humildes de corazón son libres. Solo los pobres y humildes de corazón son felices.

Me quedé leyendo varias veces estas palabras y son perfectas. Somos orgullosos de las cosas que creemos son nuestras. Sí, de títulos, de éxitos, de cargos, de la ropa que usamos, del carro que tenemos. Esclavos de la vanidad física, o del dinero que poseemos o simplemente de la verdad que manejamos en nuestras vidas o en nuestros entornos. Tanta ceguera, tanta ridiculez, tantas mentiras que vamos acumulando provenientes del mundo. Para comprender tan solo que cuando descubrimos el Amor de Dios, Él nos llena cualquier cosa, cualquier necesidad, cualquier vacío. Es un gran tesoro, inigualable hallazgo.

Casi siempre al humilde se le ve tranquilo, no se encoleriza, ni siquiera sube el tono de voz, es capaz de perdonar y cierra la puerta al rencor. Habita en la moradas de la Paz y devuelve bien por mal. No juzga, no presupone, su estilo es de alta cortesía. Para el humilde no existe el ridículo, nunca el temor llama a su puerta. Le tienen sin cuidado las opiniones ajenas y nunca la tristeza asoma a su ventana.

 “El humilde ve las cosas como son, lo bueno como bueno, lo malo como malo. En la medida en que un hombre es más humilde crece una visión más correcta de la realidad. ¡La humildad es la Verdad!” (Santa Teresa de Ávila).

Yo me pregunto, ¿por qué debe aparecer una desgracia, una enfermedad, una quiebra económica o la muerte inesperada de un ser querido y otros acontecimientos terrenales, para darnos cuenta y reconocer que existe un Ser Supremo y que debemos clamar ayuda? Algunos sí lo hacemos, pero otros, sumidos en la terquedad, aunque pasen estas cosas duras, siguen empecinados en que pueden solos continuar. Solo tienen fe en sus  propias fuerzas.

Estamos en este mundo no por casualidad. Dios nos creó y nos dio una misión. Y cuando nos encontremos con Él nos pedirá cuentas. A los que nos regaló un esposo (a), hijos, y familia, por ejemplo, nos preguntará qué hicimos con ellos, hasta dónde luchamos por el Amor. Y esto va de la mano con la humildad, porque muchas veces por el orgullo y el egoísmo, cerramos el corazón a grandes maravillas de la vida y terminamos destruyendo sueños, proyectos de vida y sembrando dolor. El hombre humilde, cuando localiza algo malo en su vida puede corregirlo, aunque le duela. El egoísta y el soberbio, al no aceptar, o no ver ese defecto, no puede corregirlo, y se queda con él.

Jesús, fue el ejemplo más grande de humildad. Predicó, hizo milagros, sanó a enfermos, perdonó al pecador, se sentó a la mesa con los fariseos, miró a los ojos a sus traidores. Y realizó miles de cosas más. Siempre pidió silencio ante sus actuaciones, no quiso figurar. No reclamó aplausos ni se ufanó de sus prodigios. Todo lo contrario: al azotarlo, al colocarle una corona de espinas y burlarse de Él, al flagelarlo, al crucificarlo, al ofenderlo y degradarlo a lo más mínimo como ser humano… ante todas estas barbaridades, el Hijo de Dios, únicamente pidió misericordia y perdón para sus enemigos. Que gran modelo de humildad.

Ahora más que nunca entiendo a Pierre Goursat (1914-1992) laico francés fundador de la Comunidad Católica Emmanuel, cuando dijo estas palabras: ¡Tan solo somos unos pobres tipos! Y, que pobres somos. Cuando nos tocan nuestro ego, nos descomponemos. Cuando nos equivocamos y no lo aceptamos, gritamos y nos desesperamos y nos cuesta reconocer el error. Cuando el orgullo sobre pasa cualquier realidad y la soberbia nos aparta de la Luz, somos unos pobres seres humanos.

"El grado más perfecto de humildad es complacerse en los menosprecios y humillaciones. Vale más delante de Dios un menosprecio sufrido pacientemente por su Amor, que mil ayunos y mil disciplinas." (San Francisco de Sales).

De la humildad no se acabaría de hablar jamás. La humildad abre puertas, pero sobre todo, transforma vidas y corazones. A través de la humildad podemos encontrar el verdadero Amor, el Amor que realmente vale la pena, el Amor más grande que está sobre todas las cosas, el auténtico, el real, el Amor de Dios.





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