domingo, 20 de diciembre de 2015




¡Señor tú eres mi Luz, tú eres mi Salvación!



Cada vez que conozco algo más de Dios, me convenzo, que definitivamente Él es el único camino. Alguien me preguntaba ¿entonces las personas que no profesan alguna religión o no practican la religión católica, se condenarán? La respuesta es No. Dios conoce el corazón de cada ser humano y sabe las razones por las que se hacen o no las cosas. Conoce hasta cuantos cabellos tenemos en nuestra cabeza, así lo dice en su Palabra: ¿Acaso un par de pajaritos no se venden por unos centavos? Pero ninguno de ellos cae en tierra sin que lo permita vuestro Padre. “En cuanto a ustedes, hasta sus cabellos están todos contados”. (Mateo 10 Vers. 29-30).

Dios nos llama siempre para que lo sigamos, nos llama de diferentes formas. Depende de nosotros, si acudimos a su llamado o no. Nos da, sencillamente, el libre albedrío. Todos estamos invitados al banquete que nos ofrece Nuestro Padre, y lo dice en las Sagradas Escrituras:

“Al oír esto, uno de los que estaban sentados a la mesa con Jesús le dijo: ¡Dichoso el que coma en el banquete del reino de Dios!
Jesús le contestó: Cierto hombre preparó un gran banquete e invitó a muchas personas. A la hora del banquete mandó a su siervo a decirles a los invitados: “Vengan, porque ya todo está listo.” Pero todos, sin excepción, comenzaron a disculparse. El primero le dijo: “Acabo de comprar un terreno y tengo que ir a verlo. Te ruego que me disculpes.” Otro adujo: “Acabo de comprar cinco yuntas de bueyes, y voy a probarlas. Te ruego que me disculpes.” Otro alegó: “Acabo de casarme y por eso no puedo ir.” El siervo regresó y le informó de esto a su señor. Entonces el dueño de la casa se enojó y le mandó a su siervo: “Sal de prisa por las plazas y los callejones del pueblo, y trae acá a los pobres, a los inválidos, a los cojos y a los ciegos.” Volvió el siervo y dijo: ya hice lo que usted me mandó, pero todavía hay lugar.” Entonces el señor le respondió: “Ve por los caminos y las veredas y oblígalos a entrar para que se llene mi casa. Les digo que ninguno de aquellos invitados disfrutará de mi banquete.” (Lucas 14:15-24).
    
Sin embargo, somos tercos y obstinados y muchas veces no entendemos o no queremos reconocer ese llamado o esa invitación. Y voy a colocar un ejemplo: Si cuando nacimos fuimos bautizados, luego recibimos el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor a través de la Primera Comunión. Después recibimos de nuevo el Espíritu Santo en el Sacramento de la Confirmación y luego nos casamos y recibimos la Gracia de Nuestro Señor, con el Sacramento del Matrimonio. Y todo esto lo hicimos con pleno conocimiento, guiados claro está por una educación católica en el hogar, una formación espiritual y académica. Pero, luego un día decidimos dejar todo esto atrás. Porque nos parece absurdo, un error, nos cansamos, y no le encontramos sentido a nada. En otras palabras decidimos salirnos del camino. O ignorar el llamado de Nuestro Señor.

Que viene después; la luz interior se apaga, de repente, no asistimos a la Iglesia y mucho menos recurrimos a los Sacramentos y hasta practiquemos otra religión, o estemos en cosas idealistas como el poder de la mente, o en una mezcla de rituales como el esoterismo, magia negra, vudú y demás prácticas que nos contaminan espiritualmente y nos aíslan de la Luz, del verdadero Dios. ¿Qué pasa entonces?, que la Gracia de Nuestro Señor desaparece en nosotros, perdemos la Fe y le abrimos la puerta al pecado y probablemente al pecado mortal…

¿Y qué es el pecado mortal? Es cuando no admitimos a Dios en nuestra vida, cuando no cabe Dios en nuestra alma, cuando lo sacamos de nuestra casa rotundamente. Es un rechazo voluntario a los planes de Dios. Y es cuando el mal empieza a reinar en nuestro ser. Empezamos a mentir, a juzgar, a odiar, a sentir rencor, a ser deshonestos con nosotros mismos y  con los demás, a utilizar al otro, donde sentimos vacío, donde  el orgullo y la soberbia nos manejan, nos hacemos esclavos del mal, esclavos de las pasiones, de la lujuria, donde los deseos de la carne priman sobre los del espíritu. Donde lo material reina. En una palabra nos volvemos esclavos del demonio, quien oscurece nuestra inteligencia, y debilita nuestra voluntad. Y lo peor de todo, nos hace perder la Esperanza.

De repente muchos estemos viviendo esta realidad, esta oscuridad en nuestro interior, de repente muchos estemos ya limpiando el corazón, purificándolo, o lo queramos vaciar en estos días de toda esa contaminación para dar la bienvenida a Jesús en nuestra existencia. Para dar la bienvenida a la Virgen María a nuestra vida, para dar la bienvenida a un nuevo año.

Hay una manera plena de sentirnos nuevos, perdonados, dignos en todo el sentido de la palabra, de sentirnos amados por ese Ser Supremo: es a través del Sacramento de la Reconciliación, de la Confesión. “Yo no puedo decir: “Me perdono los pecados”. El perdón se pide, se pide a otro y en la confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es un fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, es un don del Espíritu Santo que nos llena de la purificación de misericordia y de gracia que brota incesantemente del corazón abierto, de par en par, de Cristo crucificado y resucitado “(palabras del Papa Francisco)”.

El primer paso para acudir a la Confesión es bajarme del orgullo y de esa soberbia que no permite reconocer que estoy en pecado, que me equivoqué, que mi vida no está bien, que he maltratado y hecho cosas que no son justas porque hay mandamientos, leyes y líneas que nos indican cuando hacemos el bien y cuando hacemos el mal. Porque todo ser humano necesita sentirse digno y por ende llevar y tener una vida honesta, ordenada, consecuente, recta, limpia, bella, en armonía, en alegría, no en oscuridad, mentiras, tibiezas, en esclavitud, haciendo lo que nos parece bien a nosotros, manejando nuestra voluntad, cayendo en el relativismo.

Existe un Dios, quien nos dio la vida, quien nos creó, quien nos da la mano siempre, quien nos ama.  Pero también existe un Dios justo. Un Dios que nos juzgará cuando nos llegue el momento de partir, quien nos pedirá cuentas por nuestras acciones.

Entonces es mejor estar preparados, listos, porque nadie sabe el día ni la hora. Esta época es un lindo momento para hacer reflexión, un examen de conciencia. Terminar un año e iniciar uno nuevo, terminar con todo aquello que nos aparta del Señor, o simplemente abrirle nuestro corazón y dejarlo entrar. Permitirle que habite en nosotros y nos guíe, nos colme de su sabiduría y de su infinito Amor. Nunca es tarde para volver al camino, al verdadero, al que nos da una vida plena, en medio de las dificultades,enfermedad,situación económica o por lo que estemos pasando…


¡Con Dios la vida se ve diferente: Reina la alegría, Reina la paz, Reina la esperanza! 

jueves, 5 de noviembre de 2015



Señor, hoy decidí que quiero ser ¡Santa!


Nunca imaginé que algún día de mi vida diría esto con tanta seguridad, pero llegó el momento. Y llegó cuando lo puede entender, asimilar y comprender: que si deseo llegar y disfrutar de la vida eterna, debo tener una vida santa aquí en la tierra. Nunca es tarde para intentarlo, para empezar, para hacer un alto en el camino y revisar nuestra existencia, nuestra esencia, en una palabra. Para escudriñar en lo más profundo de nuestro ser y encontrar lo que realmente somos, lo que queremos y debemos cambiar, y por supuesto la meta que nos gustaría alcanzar. Mi meta es alcanzar la Santidad.

Terminó el mes de octubre y entró noviembre con la celebración del día de todos los Santos, esto me motivo a tomar la decisión. Escuchando las Homilías durante la Eucaristía, y leyendo al respecto, varios sacerdotes coincidieron en lo mismo e insistieron: “Santos podemos ser todos, la gente común y corriente, la de carne y hueso, la que tiene virtudes pero también tiene errores”, ¿entonces cuál es la llave para alcanzar esta meta? No es tan complejo, como todo lo que nos proponemos en la vida, se trata simplemente de tomar la decisión, prepararnos para lograrlo, para el trabajo duro, la lucha diaria, para perseverar y poder así llegar al final…Ganar el Cielo.

Debemos entender que los Santos no son seres de otra galaxia. De repente se nos viene a la cabeza lo que nos contaban nuestros abuelos: que los Santos eran mártires que dieron su vida por una causa, esto es verdad. O que solo pueden alcanzar la Santidad los sacerdotes o las hermanas consagradas; esto no es verdad. También cualquiera de nosotros como laicos puede lograrlo. Reitero, personas con cualidades, defectos o problemas pueden serlo, la diferencia es que un día tomaron en serio seguir a Jesús y vivir a fondo las virtudes de la Fe, la Esperanza y la Caridad.

¿En nuestra vida diaria cómo se traduce? No es convertirse en víctima, aburrido, fanático, heroico o milagroso. Se trata simplemente de ser un enamorado de Dios… pero perdidamente. El amor primero nos debilita pero luego nos fortalece. Ya que el amor auténtico se construye dentro de nuestras debilidades, y estas debilidades son el combustible para construir nuestra Santidad.

 Así nos lo ratifica el Apóstol Pablo al escribir la segunda carta a los Corintios: “Pero me dijo: te basta mi gracia, mi mayor fuerza se manifiesta en la debilidad. Con mucho gusto, pues me preciaré de mis debilidades, para que me cubra la fuerza de Cristo. Por eso acepto con gusto lo que me toca sufrir por Cristo: enfermedades, humillaciones, necesidades, persecuciones y angustias. Pues si me siento débil, entonces es cuando soy fuerte.” (2 Corintios Cap. 12 vers. 9-10).

Debemos ir al manantial del amor, al amor puro, auténtico, perfecto, al amor de Nuestro Señor. Porque si no nos llenamos de ese amor, ¿cómo podemos amarnos a nosotros mismos? y ¿cómo podemos entonces amar a Dios con toda nuestras fuerzas, nuestro ser y con todo el corazón? Y ¿cómo podemos amar entonces a los demás?.

Para ser Santos debemos morir y resucitar todos los días. Morir al rencor, al odio, al egoísmo, a la pereza, a la lujuria, a las acciones que incomodan nuestra recta conciencia, morir al orgullo, también a la vanidad, a la avaricia, a la mentira, al pecado, mejor dicho morir a todo lo que nos aparta de Dios. Y, nacer todos los días como hombres nuevos, renovados, limpios de conciencia, puros de corazón.

Es importante acudir a la Virgen María para que a través de ella podamos ver a Jesús, conocerlo, para que nos acerque más a Él. Descubrir en María la Santidad, la pureza, la humildad de corazón, todas esas virtudes que nos hacen ser justos,  con una vida transparente, con sabiduría humana pero también Divina para actuar con rectitud, para vencer todos los días el pecado, las tentaciones. La Santidad  es el centro de nuestra relación con Dios y la fuerza la sacamos de nuestra Fe. ¡Con esa vida de Fe podemos volver, la Fe viva!.

Debemos formarnos, aprender de nuestra Iglesia Católica, el significado de los Sacramentos. Por ejemplo, saber que no son solo rituales sino que actúan y marcan nuestra vida con una Gracia especial. Entender y vivir la Sagrada Eucaristía, donde podemos experimentar ese encuentro perfecto con Jesús, comer su cuerpo y beber su sangre, para alimentar nuestro espíritu. Es el Dios mismo quien se revela en cada Misa, en cada Evangelio. Nos fortalece, nos brinda su infinito amor.

Confesarnos con regularidad. Que bendición, que alegría poder barrer la casa (nuestra conciencia) y limpiarla con regularidad. Que paz y tranquilidad que da una buena confesión. Si logramos ser conscientes de este Sacramento para lograr la Santidad, estaremos acercándonos cada vez más a la meta.

¡Asaltar Sagrarios! como dicen…es simplemente visitar con frecuencia a Jesús Sacramentado. Gran regalo. Poder hallarlo cara a cara en la Custodia. Tener ese momento de corazón a corazón. Donde no hay escapatoria, donde no hay nada oculto, donde le entregamos nuestras cargas, nuestros pensamientos, nuestro corazón y Él nos entrega su amor, su misericordia y por supuesto su paz. Ir y contemplar al Santísimo siempre, a diario; si es posible.

Y qué decir del Espíritu Santo, que nos ayuda a ser Santos, a sostener esa vida moral basada en los designios de un Ser Supremo. ¿Cómo? A través de sus dones: Porque cuando somos bautizados recibimos el Espíritu Santo y por ende sus siete dones: Don de la Ciencia; nos permite acceder al conocimiento. Don de Consejo, aconsejar a los otros en el momento necesario conforme a la voluntad de Dios. Don de Fortaleza, ayuda  a la perseverancia, es una fuerza sobrenatural. Don de Inteligencia, nos lleva al camino de la contemplación, camino para acercarse a Dios. Don de Piedad, el corazón del cristiano no debe ser ni frío ni indiferente. Don de la Sabiduría, nos permite apreciar lo que vemos, lo que presentimos que viene de Dios. Don de Temor, este don nos salva del orgullo y nos hace entender que lo debemos todo a la misericordia de Dios.

Además, cuando permitimos y pedimos al Espíritu Santo que habite en nosotros, que permanezca en nuestra  vida, en nuestras acciones y decisiones, estos Dones van permitiendo que los frutos aparezcan en nuestro interior forjándonos ese camino para lograr la Santidad. Estos frutos son: La caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad.

Debemos entender, aprender y hacer la Voluntad de nuestro Señor. Seguir sus designios que se resumen en el amor, el perdón y la misericordia. Pero sobre todo en el amor, amar sin esperar, amar de tal manera que podamos algún día reflejar en nuestra vida las Bienaventuranzas: “Felices los que tienen el espíritu del pobre, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Felices los que lloran porque recibirán consuelo. Felices los paciente porque recibirán la tierra en herencia. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los compasivos, porque obtendrán misericordia. Felices los de corazón limpio porque verán a Dios
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Felices los que trabajan por la paz, porque serán reconocidos como hijos de Dios. Felices los que son perseguidos por causa del bien porque de ellos es el Reino de los Cielos. Felices ustedes, cuando por causa mía los insulten, los persigan y les levantes toda clase de calumnias. Alégrense y muéstrese contentos porque será grande la recompensa que recibirán en el cielo. Pues bien saben que así persiguieron a los profetas que vinieron antes de ustedes.”(Mateo Cap. 5,vers.3-12).

Cuando esto nos pase, cuando se cumplan en nosotros, podremos mirar al cielo y exclamar: ¡por fin… alcancé la Santidad!







martes, 29 de septiembre de 2015

¡La cruz… símbolo supremo del Amor!


Hablar de las postrimerías no es fácil, muchas personas piensan que es aquí  en la tierra donde inicia la vida eterna pero yo me pongo a analizar y me convenzo que es aquí donde se forja el camino a esa vida eterna que no se acabará jamás. Muchas veces me imagino la eternidad y creo que me quedo corta con toda la belleza, la paz, la plenitud, la perfección, el amor y la grandeza que nos espera en el más allá. Solo pensar en encontrarme cara a cara con el Creador, con la Santísima Virgen y toda la Corte Celestial, me llena de gozo y de pánico claro está, pues vendrá un juicio particular y de eso no nos libraremos ninguno.

“Sepan que el Hijo del Hombre vendrá con la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces recompensará a cada uno según su conducta”. ((Mateo Cap. 16, Ver 27-28).

Y, como lo decía en el artículo anterior, solo depende de nosotros mismos lo que vayamos a vivir después de la muerte y no es por causar miedo, pero debemos estar alerta y trabajar para que cuando llegue ese momento, el de la muerte, podamos ir al cielo y no al infierno. Bueno, y si nos toca pasar por el purgatorio que sea solo un poco para purificarnos y luego poder disfrutar de ese Reino Eterno prometido por Dios a los que lo siguen negándose a sí mismos y cargando la cruz.

“Entonces dijo Jesús a sus discípulos: El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, cargue con su cruz y me siga. Pues el que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que sacrifique su vida por causa mía, la hallará”. (Mateo Cap. 16 Ver 24-26).

Y esto me recuerda una homilía en que el Sacerdote miraba a la cruz en el templo y repetía: “sin cruz no se puede ver la luz”. Y a la vez explicaba que a nosotros los humanos no nos gusta sufrir. Entonces se habla de la cruz y escondemos la cabeza, sin saber que a través de esta nos purificamos, sea cual sea la cruz: una enfermedad, un matrimonio pesado, un hijo difícil, una adicción, una crisis económica, un accidente, una muerte inesperada de un ser querido. Realmente No nos gusta pasar por circunstancias que nos ponen tristes, que nos hacen salir de nuestra zona de confort. Huimos al dolor, a la angustia, y es normal sentir todo esto, es de seres humanos.

Pero cuando entendemos que aceptando la cruz o alguna de estas circunstancias, ofreciendo a la vez este dolor a los pies de Cristo y llevando esta cruz con paciencia, Fe y gozo, estas situaciones cambian totalmente nuestra existencia, nuestros pensamientos y lo más importante transforman para siempre, de forma positiva, nuestro corazón. Yo no entendía qué significaba llevar la cruz hasta que un día me sorprendió la vida con una situación familiar muy difícil y me llegó ese momento. Fue muy duro, lo admito, pensé que no iba a ser capaz de resistir, de seguir, pero me postré ante al Señor y le pregunté: ¿Por qué a mí, por qué de esta manera, por qué así?.

Después de 5 años, Él me respondió, o mejor dicho, yo entendí por qué y para qué me permitió cargar con esta cruz. Hoy la llevo y la soporto con paciencia, humildad, y podría decir que hasta con gozo, pues todo lo que he recibido del Señor cargando la cruz no se puede describir. El sacrificio y la aceptación han valido la pena. Es absolutamente maravilloso sentir tan cerca el amor de Dios, de mi ¡Padre!.

Dios nos llama a cada uno por nuestro nombre. ¿Y entonces qué debemos hacer? Responder sencillamente a ese llamado. ¿Cómo? Primero que todo dejarnos encontrar por Él. Decirle sí al Señor, como lo hizo la Santísima Virgen María con ese Sí incondicional, sin peros, sin dudas, sin mentiras, con plena decisión y convencimiento. Debemos decirle a Dios:” sí, aquí estoy Señor”.  Y poder así convertir nuestra vida en un himno de alabanzas a Dios y dar un recomienzo a nuestro mundo. Es como volver a nacer pero bajo los designios del Padre.

Y que bien se siente cuando sabemos que hemos elegido un buen camino, una vía que nos conduce a lo mejor: dejarnos amar por nuestro Creador. Y es que la vida se torna más sencilla, más amable, llena de esperanza, se ve una luz en medio de la adversidad, de la oscuridad, se siente una mano que nos conduce a sendas inimaginables donde todo se puede. Y se hace bajo la premisa del primer mandamiento: el amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Seremos juzgados en el Amor, no lo olvidemos.

“Pónganse, pues, el vestido que conviene a los elegidos de Dios, sus santos muy queridos: la compasión tierna, la bondad, la humildad, la mansedumbre, la paciencia. Sopórtense y perdónense unos a otros si uno tiene motivo de queja con otro. Como el Señor perdonó, a su vez hagan ustedes los mismo”. (Colosenses Cap. 1 vers. 12-14).

Sopórtense y perdónense unos a otros. Qué bonito suenan estas palabras pero cuanto nos cuestan. Solo hay una fórmula para poder lograrlo: llenar el corazón de amor. Esto implica tener un corazón limpio y vaciarlo de todo aquello que no nos hace bien: envidia, soberbia, rabia, orgullo, malos hábitos, adulterio, apegos humanos y terrenales, adicciones como la pornografía, promiscuidad, el alcohol, drogas, cigarrillo y demás… (Recordemos que nuestro cuerpo es Templo del Espíritu Santo, Dios habita allí y cada vez que utilizamos nuestro cuerpo de manera indebida ofendemos directamente a quien nos creó).

“Que tu vida no sea una vida estéril -Se útil-. Deja poso. Ilumina con la luminaria de tu fe y de tu amor”. Palabras de San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.

Esto nos invita a poner en cada momento los ojos en el Cielo pero los pies en la tierra. A estar en el mundo, pero siendo ejemplos vivos del Todopoderoso. Mejor dicho, el alma viva en Dios y Dios vivo en nuestra alma.

Vuelvo a la Cruz, debemos vivir con la certeza y confianza que lo que le pedimos al señor Él nos lo concede, si nos conviene, en su tiempo. Dios no es de procesos, es de hechos concretos. Pidámosle entonces que nos ayude a llevar la cruz que se nos dio, sin renegar, sin maldecir, todo lo contrario, dando Gloria. pues esta Cruz si la sabemos cargar nos llevará a la Santidad. Debemos entonces cargarla con orgullo, con alegría, con humildad, con fe y con gozo, aunque talle, aunque duela, porque en esta cruz está nuestra salvación.

“Vengan a mí los que van cansados, llevando pesadas cargas, y yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón, y sus almas encontrarán descanso. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana”. (Mateo cap. 11 vers.28-30).

Jesús cargó una pesada cruz por nosotros, nos demostró un Amor sin límites, sin condiciones. ¡La máxima expresión del Amor Divino…! La Virgen María soportó la cruz, la de dolor, al ver a su hijo padecer y entregar su vida por nosotros. Aprendamos a llevar nuestra cruz o nuestras cruces no con amargura sino con altivez, esperanza y con la seguridad que ésta cruz será la que llevará nuestra alma al cielo. Y, nos abrirá el corazón para poder manifestar: “NO SOY YO QUIEN VIVE, ES CRISTO QUIEN VIVE EN MI"(GAL.2, 20)




jueves, 13 de agosto de 2015

¿Preparo mi alma para después de la muerte?


En el blog anterior hablé sobre la Fe, y el Don tan grande y poderoso que significa para alguien que la cultiva y la tiene y no deja que nadie se la arrebate. Sin embargo, no mencioné que la Fe sin obras es efímera. Y no se trata de llevar mercados, de dar lo que nos sobra o de hacer un acto de caridad de vez en cuando para decirnos a nosotros mismos que somos misericordiosos y buenos.

Me refiero a algo más profundo, a la purificación del corazón. Cuando nos llenamos del Amor Divino, del Amor de Dios, la vida cambia. Entonces  salimos de nosotros mismos y empezamos a dar al otro, nos volvemos generosos. Ayudamos al más necesitado, y no solo de lo material, de repente, a aquel que tiene su alma triste, abandonada, llena de oscuridad, de vacíos, miedos, ataduras y necesita ser escuchado...Y es aquí, cuando la Fe actúa y no se queda postrada en alimentar nuestro yo, nuestro espíritu. Sino que evoluciona  y da un paso más adelante.

Qué bueno es trascender. Y esto me hizo reflexionar sobre la muerte. Sobre lo que viene después de la misma. Y, volver a esa realidad de la que nadie puede escapar, porque recordamos en la Sagradas Escrituras lo que nos dice: “Por lo que se refiere a ese día y cuándo vendrá, no lo sabe nadie, ni los Ángeles del Cielo, ni el Hijo, sino solamente el Padre.” (Marcos 13, vers. 32).

Y, puede ser que alcancemos a presenciar la segunda venida de Nuestro Señor, lo que se conoce como la Parusía. O simplemente nos llame Dios dentro de poco. Nadie lo sabe, solo Él. Pensar en la muerte no es agradable, pero debemos ser conscientes que el momento llegará. Lo que viene después y lo que nos corresponde vivir con nuestra alma, depende únicamente de nosotros, de lo que hagamos en esta esta tierra y cómo administremos lo que nos fue dado por el Señor (la vida, nuestro cuerpo, una familia, padres, hijos, bienes, talentos, dones, gobiernos y demás…).

Por esta sencilla razón se nos ofrece el arrepentimiento, el perdón, la reparación y por supuesto el estar preparados espiritualmente para ese día. La Palabra de Dios nos dice: “Estén preparados y vigilantes, porque no saben cuándo llegará ese momento…"

Siempre me pregunté qué significaba estar dispuestos y listos para la muerte. Y encontré la respuesta. Aquí me refiero a las Postrimerías, una palabra que muchas veces queremos ignorar, o que muchas veces no nos interesa conocer. ¿Pero qué son las postrimerías? Es muy sencillo, son las realidades que va a vivir el alma, lo que le espera al hombre al final de su vida y empezamos con la muerte.

La muerte es la separación del alma y del cuerpo.  Es el fin de la peregrinación del ser humano por la tierra. Se presentará el alma ante Dios para recibir, de acuerdo con lo que nosotros mismos hayamos elegido en la vida, la recompensa o el castigo eterno. El destino del alma será diferente para cada uno de nosotros.

Se ratifica en las Escrituras: “Los hombres mueren una sola vez, y después viene para ellos el juicio” (Hebreos 9, vers. 27). No hay reencarnación, hay Vida eterna. Por esta razón, la Iglesia nos recomienda que vivamos preparados para la muerte (manteniendo nuestra alma limpia de pecado) y nos enseña a repetir: ¡De la muerte repentina e imprevista, líbranos Señor! Luego de la muerte viene el Juicio.

El alma será juzgada por Dios después de la muerte. Cada uno de nosotros tendremos un juicio particular. Desde que estamos en el vientre materno se abre un libro de páginas blancas que se llama el libro de la vida, allí se empieza a escribir nuestra historia. Esto lo encontramos en las Sagradas Escrituras, no es una invención humana: “Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante el trono, mientras eran abiertos unos libros. Luego fue abierto otro, el libro de la vida. Entonces fueron juzgados los muertos de acuerdo con lo que está escrito en esos libros, es decir, cada uno según sus obras”. (Apocalipsis 20, vers 12).

En este juicio nos encontraremos ante Jesucristo y ante nuestra vida: todos nuestros actos, palabras, pensamientos y omisiones quedarán al descubierto. Se abrirá este libro de la Vida donde quedó plasmada cada una de nuestras acciones.
Suena dramático, pero es real. Y, seremos juzgados en el Amor. En este día, Dios nos preguntará: “¿Cuánto amaste?” Y cada uno de nosotros tendrá que responder a esta pregunta. Este Amor será el que nos juzgará: “Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer; tuve sed y ustedes me dieron de beber. Fui forastero y ustedes me recibieron en su casa. Anduve sin ropas y me vistieron. Estuve enfermo y fueron a visitarme. Estuve en la cárcel y me fueron a ver”. (Mateo 25, ver 35-37).

San Juan de la Cruz tiene una frase que dice: “Al atardecer de la vida, seremos examinados en el Amor”.

El purgatorio. Del latín purgatio, que significa purificar. Y esta purificación se refiere a nuestra alma. Estado transitorio de la paga necesaria de la pena para aquellos que, habiendo muerto en Gracia de Dios y teniendo segura su salvación, requieren mayor purificación para llegar a la santidad necesaria y entrar en el Cielo.Esto ratifica que no es sencillo, debemos esforzarnos para lograr la santidad.Esta purificación es totalmente distinta al castigo del infierno.

Luego viene el infierno.Primero que todo vale la pena aclarar que el infierno ¡Si existe! En la actualidad hay personas que confunden el Amor misericordioso de Nuestro Señor queriendo evadir esta realidad, pero olvidan que Dios también es justo y respeta nuestra libertad. En las Sagradas Escrituras se habla del infierno varias veces. Por ejemplo: “Así pasará al final de los tiempos: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los buenos y los arrojaran al horno ardiente. Allí será el llorar y el rechinar de dientes”. (Mateo 13 ver 49-50).

La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios: no tenerlo, no verlo, no sentir la felicidad total que Él nos da. El estado del alma en el infierno es de una desdicha enorme: sufrimiento, dolor, angustia ya que el fuego penetra hasta lo más profundo, sin poder volver atrás.
Y, por último encontramos la quinta postrimería, El Cielo. Estado del alma donde habita Dios. Está ya el Reino preparado para nosotros. No es fácil alcanzarlo sin el esfuerzo. El Cielo no tiene comparación con ninguna alegría o gozo terrenal. Jesús nos conduce a la Gloria y nos habla también a través de su palabra de lo que se encontrará en el Cielo: “No habrá ya maldición alguna; el trono de Dios y el Cordero estarán en la ciudad y sus servidores le rendirán culto. Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. Ya no habrá noche. No necesitarán luz de lámpara ni de sol, porque Dios mismo será la luz, y reinará por los siglos para siempre” (Apocalipsis 22, ver 3-5).
 “Estimo que los sufrimientos de la vida presente no se pueden comparar con la Gloria que nos espera y que ha de manifestarse”. (Romanos 8, ver 18).

Sé que no suena fácil, pero después de ahondar un poco en esta realidad soy ahora más consciente de lo importante que es ser un buen ser humano. De buscar el Amor perfecto, el Amor de Dios para poder amar a los demás como lo hace Nuestro Señor. Aquí está el secreto. Si te riges bajo la ley del Amor, cubres todas las virtudes, todas las verdades, puedes enfrentar cualquier adversidad. Puedes incluso avanzar un escalón hacia la Santidad. Vale la pena. No quiero ir ni sufrir lo que se vive en el infierno. Pero sé que esto depende solamente de mí.

miércoles, 1 de julio de 2015

Si tuviera Fe como un grano de mostaza…


En el blog pasado hablé sobre la oración y el tema que abordaré ahora es el que hace posible que podamos orar: la Fe. Y escuchaba a un sacerdote en una enseñanza que decía: “Sin la oración no se puede vencer el mal. Mientras más oremos más se está despreciando el mal, orar no es perder el tiempo, es todo lo contrario, es ganar el Cielo”. Y, es muy cierto, tan sencillo; sin oración no podemos llegar a Dios, no podemos escucharlo, sentirlo, conocerlo o así de simple, no podemos llenarnos de su Amor.

En medio de tanto ruido, ocupaciones diarias, carreras, preocupaciones, angustias y todo lo que nos roba el paso de la vida, sucede que muchas veces dejamos atrás o en último lugar la oración. O lo que pasa con mayor frecuencia: que nos olvidemos de orar. Y si tan solo entendiéramos que: ¡lo que no se hace con la oración mucho menos se hará con nuestras solas fuerzas! La oración nos hace colocar alas como el águila; para poder ser fuertes y vivos en la Fe. Debemos orar y dejar tantas cosas que nos regala el mundo, que nos distraen y alejan de Dios.

El santo cura de Ars tiene un sermón hermoso sobre la oración.  A continuación un pequeño aparte:La oración es para nuestra alma lo que la lluvia para el cielo. Abonad un campo cuanto os plazca; si falta la lluvia, de nada os servirá cuanto hayáis hecho. Así también, practicad cuantas obras os parezcan bien; si no oráis debidamente y con frecuencia, nunca alcanzareis vuestra salvación; pues la oración abre los ojos del alma, hácele sentir la magnitud de su miseria, la necesidad de recurrir a Dios y de temer su propia debilidad”.

Y hablando de la Fe, se relaciona con una semilla de mostaza, tan pequeña como un grano de arena, difícil de ver. Pero si la tienes, puede crecer y ser el árbol más grande y más poderoso. Recordemos que un día, Jesús estaba hablando con sus discípulos cuando uno de ellos se dirigió hacia Él diciendo: “Señor auméntanos la fe”. El Señor respondió: “Si ustedes tienen un poco de fe, no más grande que un granito de mostaza, dirán a ese árbol: Arráncate y plántate en el mar, y el árbol les obedecerá”. (Evang. Lucas Cap 17, vers 5-7).

La palabra Fe significa “Fuerza Espiritual”. No es solo aseverar con palabras que se le tiene, es la prueba de lo que aún no se ve. Por esta razón Fe es creer y obedecer a Dios con todo el corazón, así de sencillo pero a la vez complejo. Muchas veces creemos que tenemos una Fe muy grande y sólida pero cuando llegan las tormentas a nuestras vidas como una enfermedad, ruina económica, problemas en el hogar, trabajo, estudio, muerte de un ser querido y otras circunstancias dolorosas, parece que todo esto en lo que creíamos se derrumbara y empiezan las dudas, el miedo, la desconfianza y hasta muchas veces nos desconectamos del Señor y llegamos hasta pelear o simplemente dejamos de creer en Él.

La Fe es una de las Virtudes Teologales; aquellas que nos conectan al Todopoderoso: Fe, Esperanza y Caridad. Es una Gracia, un Don de Dios. Recordemos que el padre de la Fe es Abraham, a quien el Señor probó a través del sacrificio de su hijo, y su Fe lo salvó. También encontramos grandes milagros plasmados en la Sagrada Escritura relacionados con la Fe, como en el Evangelio de Mateo donde Jesús resucita a una niña y cura a una mujer enferma, en los dos casos por poseer una Fe ciega. Y así podemos encontrar muchos más testimonios, donde se comprueba que donde hay Fe, no existe nada imposible para Dios.

Por esta misma razón debemos cuestionarnos o preguntarnos. Si tenemos Fe no debemos tener miedo. Traigo a colación lo que les pasó a los discípulos cuando iban con Jesús en una barca  y de pronto se desata una tempestad y el miedo los invade. Asustados gritan: ¿no te importa que nos hundamos? Jesús está descansando pero ante el peligro actúa de inmediato, ordenando: “Cállate, enmudece”. Y, luego exhorta a los discípulos: “¿Por qué son tan miedosos, todavía no tienen Fe?”. (Ver cita Bíblica completa en Marcos Cap 4 vers 35-41).

Y nos pasa todo el tiempo, dudamos, nos llenamos de miedos… Miedo a los compromisos, al qué dirán, a los riesgos, al futuro, a las decisiones y muchas otras cosas, lo que hace que busquemos nuevas opciones, como falsos amores que se desvanecen con el tiempo. O nos llenarnos de cosas materiales para sentirnos importantes pero al final ellas nos dejan un vacío. O nos aferrarnos a algo, a un animal o mascota, o a alguien para sentirnos bien y distraernos para no enfrentar nuestras propias realidades, buscando solo falsas seguridades.

No podemos vivir a la deriva, ni sólo escudriñando cual es el calmante que más nos conviene, tampoco debemos permitir que nos invadan las dudas, los vientos contrarios, la soberbia, el orgullo, los problemas, la soledad o hasta la misma oscuridad. Necesitamos reafirmar nuestra Fe en Dios, Él es nuestro Padre, Aquel que todo lo puede, que todo lo permite, quien nos lleva a confiar en la vida, quien nos muestra un nuevo Cielo todo los días, una luz de esperanza en que todo será mejor. Por esta razón, cuando estemos a punto de hundirnos, de sentir que no podemos más, solo basta con volver la mirada al Rey de Reyes y clamarle, gritarle que nos salve, y estaremos seguros que no nos dejará hundir, si tenemos Fe.

Pero somos humanos y es fácil sentir desesperanza porque además tenemos al enemigo (el demonio) que nos acecha todo el tiempo, que nos hace dudar, que nos pone trampas, que nos tienta…que conoce nuestras debilidades. Pero debemos madurar y crecer en la Fe y eso solo lo logramos nosotros mismos, ¿cómo? Perseverando en la oración. Creyendo en su Palabra, recurriendo al Evangelio, a la Sagrada Eucaristía, confiando y poniendo en práctica los Sacramentos, y acudiendo  a la fuente del Amor más sublime: el Sagrario, allí está un gran tesoro, un manantial de sabiduría, allí está la Verdad.

La Virgen María, nuestra madre, es un gran ejemplo de Fe, de Fe ciega, sin duda alguna, cuando dio el Sí, ante el anuncio del ángel. A esa Fe debemos apostarle, pero solo lo lograremos si perseveramos. ¡Sin Fe es imposible agradar a Dios!

Valdría la pena preguntarnos: ¿hasta qué punto dejamos ceder nuestra Fe, o cómo está mi Fe, qué Fe tengo…?


domingo, 31 de mayo de 2015


Ora más, preocúpate menos



Ya pasó casi un mes desde que escribí el blog relacionado con la Resurrección del Señor. Estas semanas han sido de mucha oración. Discernimiento, paciencia y perseverancia. No es fácil, lo confieso. Son circunstancias muy duras por las que estoy pasando pero aunque falten las fuerzas humanas, clamo al Todopoderoso a través de la oración y llega la esperanza, la paz, la templanza y sobre todo la confianza en que cada día será mejor. Es por esta razón que escogí el tema de la oración para este escrito.

He descubierto que no hay trucos, hay voluntad para poder permanecer en continua oración. Y se me vienen a la mente las virtudes, sí, tanto las Teologales, como son la Fe, la Esperanza y la Caridad, que nos conectan directamente con Dios. Y están las otras, las virtudes Cardinales: Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza. Estas son las que nos corresponden como humanos ejercitarlas, trabajarlas, para poder radicarlas en nuestro actuar, en toda nuestra existencia. Y, son demasiado importantes, pero muchas veces no las anclamos, no las conservamos ni se las revelamos a nuestros hijos por ejemplo. Y de estas virtudes  dependen muchas cosas como los valores, para convertirnos en seres humanos con cimientos sólidos como vivir en la verdad y poder descubrir el tesoro de la oración.

Escuchaba una prédica hace unos días de un sacerdote cercano y al final nos preguntaba:¿Cuánto estas dispuesto a dar al Señor? ¿Cuántos sacrificios estas dispuesto a hacer por Él, cuánto tiempo dedicas a su encuentro? Muchas veces no hacemos absolutamente nada, ni siquiera asistir a una Eucaristía. Tampoco muchas veces somos capaces de dedicarle cinco minutos diarios de nuestra vida… Porque a Dios lo hemos sacado de nuestra existencia, lo hemos apartado o simplemente no importa. O porque lo tenemos como amuleto de la buena suerte para resolver nuestros problemas o afanes.

Para orar sin medida, sin cansancio, para lograr tener esa conversación con Dios y poder escuchar su mensaje, también es importante abrir nuestro corazón, estar dispuestos y sobre todo tener el Don de la Fe bien arraigado, que no se lo lleve el viento y resultemos creyentes tibios, solo esperando los favores de la oración y no dando nada de nosotros mismos.

Otro sacerdote también escribió acerca de la oración lo siguiente:

“La oración es necesaria, vital, porque si no oramos, pereceremos.
La oración es el motor que nos impulsa a dejar al mundo, a dejar el pecado.
La oración oxigena nuestro espíritu llevándonos a un proceso de conversión perfecta y transformante de nuestras vidas.
La oración levanta nuestro espíritu cuando nos sentimos caídos, tentados, asediados por satanás y sus secuaces.
Repitan jaculatorias todos los días y tendrán ocupada la mente y llena de Dios”.

Y nuestra existencia muchas veces transcurre en las carreras cotidianas y los afanes del mundo, pensando que todo es más importante y superior que el mismo Señor, el Rey de Reyes, quien nos creó. Y que simplemente Él puede esperar para cuando nos desocupemos o tengamos tiempo… Valdría preguntarnos entonces, ¿El Señor es el centro de mi vida? ¿Cómo cumplo su voluntad? ¿Siento que Dios me acompaña en cada momento o solo pienso que está allá arriba bien lejos y que de repente me puede oír? ¿Cómo es mi relación ¿de hijo a Padre? o ¿de un ser desconocido del que me hablan pero que en realidad no conozco?.

Sobre la oración existen tratados enteros, libros especializados en el tema, yo solo quiero contar mi experiencia de vida y lo que logra en mí la oración. Inicié recientemente un encuentro personal de oración en un pequeño cuarto de mi apartamento al que llamo oratorio. No es fácil dedicar especialmente en las primeras horas de la mañana un dialogo directo con el Señor. Es toda una decisión y una constante. Es decirle al Señor: aquí estoy, vengo a saludarte, a contarte esto, a decirte qué siento en mi corazón, qué me aconsejas. Hoy es un día especial por estas razones, etc. etc. También es una disciplina. Todo por Amor. Y recordé aquel versículo de las Sagradas Escrituras: “Pero tú, cuando reces, entra en tu pieza, cierra la puerta y ora a tu Padre que está allí, a solas contigo. Y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará” (Mateo Cap. 6 vers. 6).

Nunca lo hacía, solo el rezo del Santo Rosario es lo acostumbrado en el oratorio. Pero es maravilloso poder dialogar con tu Padre en tu morada, todos los días. Hay infinidad de clases de oración por supuesto. La de la mañana también para encomendar el día, la de bendecir los alimentos, la oración que haces frente a Jesús Sacramentado. Esta para mí es una oración más de contemplación, de corazón a corazón, de absoluta entrega en Fe. De sanación perfecta.

La madre Angélica, quien tiene un programa de televisión en WTN, algún día explicaba que esta oración, la que se hace visitando el Sagrario, es la más efectiva para curar los corazones. Es el médico perfecto a quien puede uno encontrar allí. Es esta oración frente al Santísimo, la única que puede sanar las heridas más grandes o las penas más duras guardadas en el corazón. Es entregarse al Señor totalmente, dejarse mirar y tocar por Él.

La oración de súplica. La de acción de gracias y la oración de intercesión por los demás también son otras clases de oración. Y lo encontramos en el Evangelio: “Reconozcan sus pecados unos ante otros y recen unos por otros para que sean sanados. La súplica del justo tiene mucho poder con tal de que sea perseverante: Elías era hombre y mortal como nosotros, pero cuando rogó insistentemente para que no lloviese en el país, no llovió durante tres años y medio; después oró de nuevo y el cielo dio lluvia”. (Santiago Cap. 5 vers. 16-18).

El encuentro que tenemos es pleno en la Sagrada Eucaristía. Muchas personas además de vivir la celebración al comer y beber el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, también dedican al estar en la casa del Padre, momentos de oración personalizada, gran regalo de Dios. Profundizar en la palabra, asimilar, buscar qué me dice el Señor.
 “En verdad les digo: si tienen tanta Fe como para no vacilar, ustedes harán mucho más que secar una higuera. Ustedes dirán a ese cerro: ¡Quítate de ahí y échate al mar!, y así sucederá. Todo lo que pidan en la oración, con tal de que crean, lo recibirán” (Mateo Cap. 21 Vers 21-22).

Y ya para terminar, la oración solo nos deja paz. Tranquilidad. Gozo en el Señor.  Nos da respuestas, nos llena de Amor. Es solo tomar la decisión de lo que realmente es importante en mi vida. Oremos para que el encuentro con nuestro amado Padre y la Santísima Virgen se conviertan en lo más importante de nuestra existencia, por encima de todo y de todos.

“EL MEJOR CONSUELO ES EL  QUE VIENE DE LA ORACIÓN”.
(San Pío de Pieltrecina).






jueves, 23 de abril de 2015


Jesús resucitó… ¿Naciste de nuevo como Él?


Me cuestionaba en estos días qué marcó la diferencia para que sintiera que la Semana Santa que pasó fue  una de las más especiales de mi vida. No hice nada extraordinario, ni estuve en un retiro espiritual, ni asistí a grandes celebraciones, no, lo que si hice fue abrir mi corazón y mi entendimiento para lograr captar el misterio del dolor, la pasión, la soledad, y al final… la alegría del triunfo del Hijo de Dios sobre la humanidad. Creo que sencillamente me di cuenta que toda aquella historia que nos recuerda la Semana Mayor, no fue solo eso, una historia, una tradición o un cúmulo de rituales que se repiten cada año. Comprendí que fue y sigue siendo una realidad patente. Porque Jesús realmente resucitó de nuevo para los que creemos, resucitó de nuevo dentro de mi ser.

Pero ¿qué significa que Jesús haya resucitado? Considero que debemos colocarlo cada uno en un plano personal. Y, buscar dentro de nosotros mismos, lo que representa como ser humano y creyente, expresar que Jesús revivió y que nosotros podemos resurgir con Él. Le pedí al Señor que me enseñara cómo  podía yo vivir de nuevo, nacer de nuevo, que me mostrara lo que tengo que dejar de mí para poder seguirlo y  ante todo, qué debe morir en mí. Le dije que me señalara el camino, que me transformara en un mejor ser humano y me ayudara a cambiar mi corazón, mis actitudes, mi vida.

Le dije al Señor: Quiero dejar a la mujer de antes, la del pasado y nacer de nuevo…
 
Recordemos en la Sagrada Escritura cuando Nicodemo le pregunta a Jesús: “¿Cómo puede nacer un hombre, siendo viejo? ¿Acaso puede por segunda vez entrar en el vientre de su madre y nacer?”... Jesús le contestó: “Te lo aseguro, el que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es Espíritu”. (Evangelio de San Juan Cap. 3, Ver. 1-6).

Este mensaje es claro. Lo que nos propone es revivir, pero esta vez en el Espíritu. Muchas veces hemos estado perdidos en nuestro egoísmo, caminando la vida sin sentido, sin metas claras, viviendo las consecuencias del pecado: la pobreza, la enfermedad, las adicciones, la destrucción de nuestro hogar, de nuestra familia o de nuestra pareja, problemas con los hijos, infidelidad. Malas costumbres, como la mentira, la pereza, la envidia, la crítica,vicios y muchas otras cosas.

“Pero al que vuelva al Señor se le quita el velo. El Señor es espíritu, y donde está el Espíritu del Señor hay libertad. Todos llevamos los reflejos de la gloria del Señor sobre nuestro rostro descubierto, cada día con mayor resplandor, y nos vamos transformando en imagen suya, pues él es el Señor del Espíritu”. (2 Co 3. Ver 16-18).
Algún día, una pareja de amigos me regaló un tesoro, un libro, llamado “Penitencia por amor”. Este pequeño texto duró sobre mi mesa de noche casi un año. De vez en cuando lo abría, pasaba algunas páginas y lo volvía a cerrar. Hasta que en otra ocasión alguien me invitó a una conferencia  donde nos explicaron en qué consistía esta obra. Y conocí herramientas maravillosas que nos pueden ayudar, cuando tomemos la decisión de querer ser hombres y mujeres nuevos.

*¿Pero qué es Penitencia por Amor? Penitencia viene de la palabra griega metanoia, que significa cambio de vida, transformación. La penitencia por amor es un camino de salvación y como su nombre lo indica, es el acto de amor más grande que le podamos regalar a nuestro ser. Consiste en reconstruir paso a paso cada año vivido por medio de los sacramentos, “Estas etapas ya pasaron y solo el día de nuestro juicio las volveremos a vivir”. Este proceso se denomina autosanación, su objetivo principal es restaurar y sanar nuestra historia de vida desde la concepción hasta el tiempo presente. En una palabra nos invita a volver a nacer (Tomado textualmente del libro Penitencia por Amor-Fundación Creo).

Me pareció pertinente citar esta obra porque son muchos los testimonios de seres humanos que han podido cambiar el rumbo de su historia, con la ayuda de Dios primero y con estos instrumentos. Se trata sencillamente de volver atrás y sanar año por año. Una confesión de vida es pertinente antes de empezar. Luego a través de la Sagrada Eucaristía debemos colocar en el altar, y como intención de sanar, desde el año 0 cuando fuimos concebidos en el vientre de nuestra madre. Ese día nuestros pensamientos y nuestro corazón estarán dirigidos a imaginar cómo fue ese momento, y a través de un encuentro cara a cara con el Señor en el Santísimo Sacramento, hablar con Dios y conversar con Él sobre este suceso, lo que pasó, lo que debo perdonar o agradecer a mis padres. Y, al final, a través de esos pétalos de rosas que damos a la Virgen María por medio del Santo Rosario, cerrar el día 0. Y así sucesivamente, día por día, año por año, hasta el número de años que tengamos en la actualidad.

Es una penitencia que nos libera, que si se realiza con convicción y de manera consciente, ordenada y con Fe, irá sanándonos por dentro y por fuera, incluso sin darnos cuenta.  A través de ella pude perdonar, y pedir perdón a muchas personas que a lo largo de mi historia pasaron y dejaron huellas en mi vida. Huellas muchas veces llenas de dolor, otras de alegría y de grandes enseñanzas.

Los invito a recurrir a esta sanación. No es algo mágico, es un escudriñar dentro de nuestro ser, es querernos y darnos este regalo que puede llevarnos a la salvación de nuestra alma y por ende, llenarnos de gozo, de paz, de plenitud. Y nos permite un encuentro diario con ese Ser Supremo, al cual de repente, podemos tener olvidado o simplemente conocerlo de manera superficial.

Nos llama a recibir a Jesús, su Cuerpo y su Sangre, a través de la Sagrada Eucaristía diaria, un gran regalo, el mejor de todos, el que puede llevarnos al cielo y gratis, no nos cuenta nada, solo sacar el tiempo. Nos enseña también a tener ese encuentro con el Todopoderoso en el silencio de nuestro interior a través de Jesús Sacramentado. En muchas iglesias alrededor de nuestra casa o cerca de la oficina donde trabajamos exponen el Santísimo. Es correr para poder verlo, correr para poder tener una cita con Él. Correr para recibir su Amor y poder escucharlo. Y, al finalizar el día, que hermoso poder dedicar unos minutos a Nuestra Madre, la Virgen María, a través del Santo Rosario, que nos calma, nos llena de su prudencia, de su Amor incondicional, de su humildad.

¡Nacer de nuevo para ser mejores por dentro y por fuera. Resucitar como  resucitó Jesús!